Estos tres últimos días he asistido al IV Simposio Internacional de Derecho Concordatario, celebrado en Almería. Con eso debería bastar, pero daré algún detalle más por si acaso.
El miércoles por la mañana llegué, tras un trayecto que demostró que mi coche, pese a los ruidos que le son propios, aún puede desplazarse a mi voluntad. Como ya iba con cierto retraso, aparqué directamente en la Universidad y llegué justo para el primer coffee break, del que di sobrada cuenta a base de una ingesta desproporcionada y ostensible, comiendo a dos carrillos mientras me presentaba a viejos amigos y a nuevas incorporaciones a la ciencia jurídica, sobre los que esparcí algunos de los restos de galletas y féculas que colapsaban mis fauces. En estos casos bastan dos o tres apretones de manos para sentirse absolutamente integrado. Si en cinco minutos no has conseguido estrechar (o ensanchar) la mano de nadie, se te considera oficialmente desintegrado.
Esa misma tarde tendría lugar un acontecimiento que ha marcado el rumbo de vuestras vidas, seais o no conscientes: pronuncié la primera conferencia de mi vida. Estoy acostumbrado a hablar en privado; no es la primera vez que hablo en público; incluso he defendido un par de comunicaciones en congresos, siempre con erótico resultado. Pero ponencias, esta fue la primera. "Treinta años de jurisprudencia entre los Acuerdos de 1979 y la Ley Orgánica de Libertad Religiosa". Es el nombre que quisimos darle, en recuerdo de su abuelo paterno, hombre recto y piadoso. No me fue mal, aunque los nervios me corroyeran las meninges y tuviera que lidiar con dos servidores del enemigo que, desde el patio de butacas, me hacían muecas y cuchufletas para que perdiera la compostura.
Esa noche caí rendido a la cama y dormí profundamente, con la placidez que da tener la conciencia intranquila, pero estar exhausto. Es cierto que el jueves por la mañana, al levantarme, me encontré cercano al estado de combustión espontánea debido a los 7.000 ºC a los que las autoridades hoteleras regulan los termostatos de todas las habitaciones en las que me hospedo, pero nada a lo que no pusieran remedio las abluciones matutinas.
De ese día he de hablar de la comida institucional, que tuvo lugar en un cortijillo simpático, sito a las afueras. Charlé amenísimamente, y esto no son ironías habituales, con mis compañeros de mesa: Don Fernando Sebastián, Arzobispo emérito de Pamplona, y Don Alberto de la Hera, que es una de esas personas que deberían ser de obligado conocimiento. Me acompañaron en el agradable trance (cuarta acepción) las jóvenes promesas López-Sidro y Landete, docentes siempre predispuestos a la chanza y al chascarrillo baturro. El problema radicó en que la comida se basó íntegramente en un cúmulo de grasas insaturadas, polisaturadas y sobresaturadas que a mí me provocaron ocho isquemias auriculares y un conato de aneurisma cerebral, pues no todos los días se engulle tal cantidad de migas de harina con cerdo en cualquiera de sus manifestaciones. Menos mal que tuve la precaución de pedir piña de postre y no sucumbí a la voluptuosidad de los súcubos latentes en los tazones de arroz con leche que supusieron la perdición de alguna joven promesa que no nombraré ahora por haber sido ya nombrada antes.
El resto de la tarde se vio acompañado de más ponencias y de un simpático cuadro flamenco que sólo se vio empañado por el prurito de no conformarse con ser cuadro flamenco y querer representar una denuncia de la violencia de género (confieso que no me gustan esos remixes), y por una narradora que hacía ímprobos e inútiles esfuerzos por parecer andaluza, cuando por su correctísima dicción, diríase que enseñaba Oratoria en la Universidad de Valladolid. De cada ese que ocultaba surgían, cual cabezas de hidra, siete más. Lo demás, fantástico.
Esa noche hice las maletas, y ayer, después de las últimas ponencias y de las despedidas, que fueron tristes pese a constar en programa, volví a Murcia con ganas de más congresos así y de retomar algún día la docencia universitaria que me fuera arrebatada y a la que volveré, en calidad ya de promesa de mediana edad, como que me llamo Ángel.
El miércoles por la mañana llegué, tras un trayecto que demostró que mi coche, pese a los ruidos que le son propios, aún puede desplazarse a mi voluntad. Como ya iba con cierto retraso, aparqué directamente en la Universidad y llegué justo para el primer coffee break, del que di sobrada cuenta a base de una ingesta desproporcionada y ostensible, comiendo a dos carrillos mientras me presentaba a viejos amigos y a nuevas incorporaciones a la ciencia jurídica, sobre los que esparcí algunos de los restos de galletas y féculas que colapsaban mis fauces. En estos casos bastan dos o tres apretones de manos para sentirse absolutamente integrado. Si en cinco minutos no has conseguido estrechar (o ensanchar) la mano de nadie, se te considera oficialmente desintegrado.
Esa misma tarde tendría lugar un acontecimiento que ha marcado el rumbo de vuestras vidas, seais o no conscientes: pronuncié la primera conferencia de mi vida. Estoy acostumbrado a hablar en privado; no es la primera vez que hablo en público; incluso he defendido un par de comunicaciones en congresos, siempre con erótico resultado. Pero ponencias, esta fue la primera. "Treinta años de jurisprudencia entre los Acuerdos de 1979 y la Ley Orgánica de Libertad Religiosa". Es el nombre que quisimos darle, en recuerdo de su abuelo paterno, hombre recto y piadoso. No me fue mal, aunque los nervios me corroyeran las meninges y tuviera que lidiar con dos servidores del enemigo que, desde el patio de butacas, me hacían muecas y cuchufletas para que perdiera la compostura.
Esa noche caí rendido a la cama y dormí profundamente, con la placidez que da tener la conciencia intranquila, pero estar exhausto. Es cierto que el jueves por la mañana, al levantarme, me encontré cercano al estado de combustión espontánea debido a los 7.000 ºC a los que las autoridades hoteleras regulan los termostatos de todas las habitaciones en las que me hospedo, pero nada a lo que no pusieran remedio las abluciones matutinas.
De ese día he de hablar de la comida institucional, que tuvo lugar en un cortijillo simpático, sito a las afueras. Charlé amenísimamente, y esto no son ironías habituales, con mis compañeros de mesa: Don Fernando Sebastián, Arzobispo emérito de Pamplona, y Don Alberto de la Hera, que es una de esas personas que deberían ser de obligado conocimiento. Me acompañaron en el agradable trance (cuarta acepción) las jóvenes promesas López-Sidro y Landete, docentes siempre predispuestos a la chanza y al chascarrillo baturro. El problema radicó en que la comida se basó íntegramente en un cúmulo de grasas insaturadas, polisaturadas y sobresaturadas que a mí me provocaron ocho isquemias auriculares y un conato de aneurisma cerebral, pues no todos los días se engulle tal cantidad de migas de harina con cerdo en cualquiera de sus manifestaciones. Menos mal que tuve la precaución de pedir piña de postre y no sucumbí a la voluptuosidad de los súcubos latentes en los tazones de arroz con leche que supusieron la perdición de alguna joven promesa que no nombraré ahora por haber sido ya nombrada antes.
El resto de la tarde se vio acompañado de más ponencias y de un simpático cuadro flamenco que sólo se vio empañado por el prurito de no conformarse con ser cuadro flamenco y querer representar una denuncia de la violencia de género (confieso que no me gustan esos remixes), y por una narradora que hacía ímprobos e inútiles esfuerzos por parecer andaluza, cuando por su correctísima dicción, diríase que enseñaba Oratoria en la Universidad de Valladolid. De cada ese que ocultaba surgían, cual cabezas de hidra, siete más. Lo demás, fantástico.
Esa noche hice las maletas, y ayer, después de las últimas ponencias y de las despedidas, que fueron tristes pese a constar en programa, volví a Murcia con ganas de más congresos así y de retomar algún día la docencia universitaria que me fuera arrebatada y a la que volveré, en calidad ya de promesa de mediana edad, como que me llamo Ángel.
8 comentarios:
Se han recuperado ya tus meninges? eso me ha llegado al alma. Seguro que te conviertes en joven promesa antes de que la edad mediana comience a despuntar, siempre y cuando sigas una estricta dieta a base de piña, natural, por supuesto.
Están un poco mejor, aunque la mayor aún tiene fiebre. De la dieta no tienes motivos para recelar. No de la mía, al menos, pues he de notificarte que estás emparentada con un adicto al arroz con leche.
Te exijo que rectifiques, soy adicto a muchas más cosas.
Estos congresos vuestros a mí siempre me resultan más gastronómicos que jurídicos. No obstante, me alegra el éxito de tu ponencia y la recuperación de tus meninges. Estoy segura de que esta experiencia hará que el año próximo no confundas el ajo gordo con la miga de harina. Mi más sincera enhorabuena.
¿Una ponencia y una conferencia no son lo mismo? Mmmmm... Vale, pues si finalmente te llaman de Cambridge y te preguntan si es verdad que has dado todas esas conferencias, tú por si acaso di que sí a todo, ¿vale?
Tras leer sobre tanta comida y chorizo y arroz, siento una satisfacción y un llenamiento tripal tales, que solo podría resumir con un buen regüeldo y su posterior siestecita.
Me despierten cuando acabe de hablar el ponente.
Stepario, pero entonces... ¿tú eres el profesor López-Sidro? ¡Caramba!
Laura, te echamos de menos. La ciática se te hubiera curado a base de migas con torreznos.
Superflicka, eso. Y me atribuiré también las conferencias de los demás.
Berp!, el ponente acabó de hablar, pero sigue comiendo.
Seguro que D. Mariano estará orgulloso de ti, mirando, desde su eterno descanso, cómo te haces mayor.
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