En cierta ocasión, un pobre de solemnidad y nacionalidad rumana, a la salida de misa de una, se dirigió a mí. Yo, como suelo hacer en ejercicio de precaución cristiana, aceleré el paso y silbé. El pobre me dijo que no me pediría dinero, que frenara la huida y tuviera la bondad de comprarle algo para comer. En especie, pues, no en metálico. Lo que tenía era hambre, sin más, y eso no podía hacer daño ni mal a nadie. Poco después de acceder a su solicitud, me sugirió que invitara también a una pobre fémina que había por allí, y en concreto pidió dos cocacolas y dos bocadillos de lomo a la plancha con tomate de los Hermanos Rubio, un restorán tirando a bastante caro. Nueve euros, para ser exactos, me costó aquel día mi obra de estupidez.
Días después, el mismo pobre me reconoció, me paró por la calle y me pidió, en este orden, un calefactor para su casa, un aparato que reprodujera cedés y un televisor grande. Escarmentado, me negué rotundamente. Las bendiciones con que me obsequió por los lomos del domingo pretérito trocáronse en denuestos e improperios. Y yo hice el firme propósito de no dar más limosna a los pobres de solemnidad de las puertas de las iglesias.
Esta mañana, sin embargo, camino de la céntrica iglesia de San Miguel, un anciano con acento marroquí me ha preguntado la dirección de un hospicio murciano y por la de un famoso tanatorio. Después, educadamente, con buenas formas, me ha dicho que tenía hambre. Le he dado un euro. No llevaba mucho más, la verdad.
No sé si me estaré ablandando con los años o si era ese "nosequé de encíclica papal" que tenía en la mirada, por parafrasear a Mafalda, pero eso sí, espero no encontrármelo la semana que viene porque con esta relajación de costumbres podría llegar a considerar regalarle el iPhone, y eso sí que no.
Días después, el mismo pobre me reconoció, me paró por la calle y me pidió, en este orden, un calefactor para su casa, un aparato que reprodujera cedés y un televisor grande. Escarmentado, me negué rotundamente. Las bendiciones con que me obsequió por los lomos del domingo pretérito trocáronse en denuestos e improperios. Y yo hice el firme propósito de no dar más limosna a los pobres de solemnidad de las puertas de las iglesias.
Esta mañana, sin embargo, camino de la céntrica iglesia de San Miguel, un anciano con acento marroquí me ha preguntado la dirección de un hospicio murciano y por la de un famoso tanatorio. Después, educadamente, con buenas formas, me ha dicho que tenía hambre. Le he dado un euro. No llevaba mucho más, la verdad.
No sé si me estaré ablandando con los años o si era ese "nosequé de encíclica papal" que tenía en la mirada, por parafrasear a Mafalda, pero eso sí, espero no encontrármelo la semana que viene porque con esta relajación de costumbres podría llegar a considerar regalarle el iPhone, y eso sí que no.
10 comentarios:
No sé yo si tu subconsciente generoso haría tal cosa...
Está la cosa muy mala, sabe usted.
Y si yo te pido un Ipod?
Nils, eso no sería subconsciencia, sería inconsciencia.
Sólo digo una cosa, malísima.
Ace, prueba, prueba, que hace tiempo que no me niego rotundamente a nada.
Ajá. Bien, así conservaré mi esperanza de llevarte al Morales Meseguer y convencerte de que me dones un riñón...y quizás tu laringe de tenor, para mejorar los agudos.
Simón, mi laringe es tuya desde hace tiempo. La faringe no es negociable y te lo tengo dicho.
Como dijo la condesa de Falset,haz bien mirando bien a quién.
Eso nunca lo dijo la condesa de Falset, sino la duquesa de Falset (que, por cierto, también era anónima).
Me has sacado unas risas antes de dormir... felicidades D`Artagnan.
¡Oh, estehm...! ¿Quién eres? O debería decir... ¿quién eras? (en femenino).
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